El Poeta
GORRIONES

Los gorriones se afianzan  a sí mismos en su vuelo;
se cortejan, se enraízan en el aire, liban las gotas
de lluvia cuando la ciudad les brinda su corazón
más sabroso. Ni mansos ni salvajes nos pueblan,
se acercan despaciosos con el sutil anhelo
de unas migas de pan, o algún silbido amable
que les cobije el alma de humildes urbanitas.
Habitan por doquier; allí donde los andenes
de tren, en las cafeterías, en el teatro romano,
sobre las cotidianas aceras, en la higuera centenaria 
junto a la librería del museo Picasso. Se acercan
hasta los puestos del mercado, y parece conversaran
con los afanosos compradores, que meten las viandas
en bolsas de plástico o en cestos de mimbre; viandas
que los gorriones conocen de antemano.
Qué singulares, sencillamente pardos, simples 
en su vuelo, gozosos en el amor sobre cualquier adoquín
de una calle vencida por los años o embellecida por el tiempo.
A veces los convoca el viento y vuelan en formación 
hacia los ramajes; se parecen entonces a un acordeón
de plumas. Aman a los violinistas venidos del este, que interpretan
melodías de Mozart en Calle Nueva, y a las firmes bailarinas
que arrancan por bulerías en la Plaza de la Merced.
De niño los gorriones -alguna vez soñé con uno albino-, me trajeron
la alegría de palabras inscritas en diminutas piedras blancas, 
disputadas a veces a las palomas, o halladas al borde mismo 
del lenguaje cuando, sin no cierto coraje, se balancean 
sobre las espaldas de las muchachas tumbadas al sol, y beben
de sus labios, mientras ellas duermen el sueño, que ya ellos
soñaron sin pretender en lo más mínimo sobrevolar las oníricas
imágenes, las cuales despertarán a las muchachas con estupor
-sus biquinis húmedos-, o grácil serenidad al pie de la tarde.
Si fueran aves del paraíso sucumbirían en breve espacio de tiempo,
pues es la ciudad y sus entresijos, el fulgor del invierno o del estío,
lo que les hace valerse de su delicada grandeza.

Francisco Aranda Cadenas

Málaga, a 7 de junio de 2013

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