RESTAURANTE CON BARCAZA
La barcaza más desamarrada del puerto se
va con el oleaje. Lleva paisajes de niños muertos y de niños
columpiándose al borde de la risa. He visto, como a borbotones, salir
del agua un niño. Porque la barcaza llegó hasta el restaurante hablando
en inglés y en mandarín, y todo hacía ruido; quizá porque era aún de
día, estos días primaverales cercanos al verano en la ciudad de Málaga.
Ciudad con aviones y grafitis,
y el hombre del saco llevándose a
los niños hasta una cueva infernal. Estaba cenando en ese restaurante
amarillo, con fuego de dragones en la cocina, y dientes de niño hasta
en la sopa. Aquella barcaza tibia y húmeda no sabía hablar español, y
cantaba canciones lejanas acerca de no sé, pero eran canciones
lejanas. Se notaba en el tono agridulce de la voz y por los
instrumentos, antiguos sin duda. Y me abracé al cuerpo de Elizabeth, con
mi camisa hecha girones por las olas de poniente, porque hacía
poniente y era bastante molesto. Recuerdo, siendo un chavea, me decía mi
padre -quién lo ha visto y quién lo ve-, que los camiones de pescado
que iban a Madrid no regresaban. Mi abuelo conducía un fulitre a pedales
y llevaba pescado hasta Madrid. La noche más imaginaria que haya
vivido fue creyendo estar sentado en el regazo de mi abuelo materno. El
me daba pescaito, a pellizquitos, con las manos. Yo era un niño como
el de la barcaza. Rotundamente un niño ido con el viento de poniente,
con la ventolera que decía mi tía Charo. Ahora, en la carretera de
Almería escribo esto. Lo del restaurante ya pasó, lo de la barcaza, lo
de mi abuelo, y toda la 'marimorena'.
Francisco Aranda Cadenas
Málaga, a 18 de junio de 2013
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